Todos, en nuestra formación educativa, hemos conocido la forma y el uso del compás. Este pequeño instrumento nos ayudó, por ejemplo, a trazar círculos perfectos a partir del apoyo en un punto y el girar de su extremo con una mina de lápiz. Resulta una metáfora muy ilustrativa para lo que sucede con la dignidad de la persona.
Recordemos el concepto de la dignidad como condición inherente a la persona. No es un dato accidental ni un derecho adquirible, como tampoco algo optativo. La persona que llega a este mundo, desde el momento de la concepción ya es alguien con una dignidad propia. Ese sería el punto de apoyo del compás; y el girar del mismo sobre ese punto, serían todas las etapas de la vida con las transformaciones propias de la persona en su desarrollo físico, social, psicológico, espiritual. Pero siempre a partir de un punto fijo, inamovible, que es su dignidad.
Tanto exterior como interiormente reconocemos la existencia de un proceso madurativo que se da en la persona a medida que trascurre el tiempo, de acuerdo a distintos condicionantes, tanto del entorno como de la estructura genética de la persona. Sin embargo, la persona, en su condición de tal, nunca pierde los atributos propios de su ser, como por ejemplo la libertad, el derecho a ser respetada, la autonomía, su condición de ser original, todo ello manifestación de su dignidad personal. Esta dignidad no sufre menoscabo por más deterioro que presente la persona.
Hoy día hay una corriente cultural que pretende igualar dignidad con lucidez mental, con independencia, con buen estado de salud, como si estos atributos fueran condicionantes de la dignidad de la persona. Se trata de una mirada parcial que no reconoce la esencia del ser humano, la realidad antropológica de su ser creado a imagen y semejanza de Dios.
La dignidad inalienable del hombre se muestra sobre todo cuando no hay en el hombre nada más que su humanidad. Cuando ya no le queda juventud, belleza, poder, inteligencia, riqueza o cualquiera otra de esas características por las cuales una persona puede dispensarnos un favor, sernos agradable, ser un motivo de atracción. Cuando a una persona no le queda nada, sino su condición de persona en el sufrimiento, en ese momento se pone de relieve con mayor elocuencia su dignidad inalienable. Por ello, la llamada a manifestar amor a la persona en ese momento es una pieza esencial de la cultura moral, del cultivo del corazón humano, y piedra de toque de la civilización.
Aún el enfermo afectado de una dolencia mental, el discapacitado, el que posee otras capacidades, no pierde en ningún momento su dignidad personal y eso supone que merece un trato respetuoso como a cualquier otra persona, considerando su situación de limitación.
En nuestro quehacer cotidiano conservemos siempre una mirada que trascienda lo puramente natural para descubrir detrás de cada ser humano, esa persona que merece todo nuestro respeto y nuestra disponibilidad para ayudarlo en lo que esté a nuestro alcance. El punto de apoyo del compás…
Este es el sello Mater Dei de la atención a todos los que concurren a nuestro sanatorio y que hemos de agradecer a la Madre de Dios en este nuevo aniversario del sanatorio el 15 de septiembre.