Editorial: Gratitud
- comunicaciones936
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En este año del 50º aniversario del sanatorio como Mater Dei es justo y necesario hacer memoria de quienes a lo largo de estos años fueron pilares que dieron rostro e identidad a nuestro sanatorio.
Es lo mismo que hacemos a nivel civil cuando evocamos a los próceres protagonistas de hechos históricos para nuestra Patria, como por ejemplo los de la gesta de la independencia que recordamos el 9 de julio. Y si bien no retenemos los nombres de los 29 participantes de la asamblea de Tucumán, sus nombres quedaron inmortalizados en monumentos, en nombres de calles de muchas ciudades, en nombres de escuelas etc.
Otro tanto sucede en la Iglesia, cuando recuerda la memoria de los apóstoles, de esos hombres sencillos que Jesús llamó como sus colaboradores más cercanos para llevar la buena nueva de la salvación a todos los rincones de la tierra. Y no solo celebramos cada año su memoria en la liturgia, sino también hay iglesias consagradas a la veneración de estos primeros seguidores de Jesús, muchos de los cuales entregaron su vida como testimonio del seguimiento radical del evangelio.
Sucede lo que expresó hace ya varios siglos el gran pensador Cicerón. ”La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos”. Pero no cualquier vida es la que perdura en la memoria de los vivos, sino aquella que ha dejado una huella sea en la memoria personal o colectiva. Y esa impronta que permanece imborrable, en general, es la que va unida a una experiencia personal cargada de afecto.
Por eso cuando en la definición de memoria se describe como “una función cognitiva fundamental del sistema nervioso que permite a los seres humanos almacenar, retener y recuperar información a lo largo del tiempo y que es esencial para el aprendizaje, la adaptación y la supervivencia, e intrínsecamente vinculada a la identidad y experiencia personal”, falta el aspecto irracional del componente emotivo. En especial cuando se trata de vivencias relacionadas a personas.
Quien de nosotros puede olvidar a esa maestra de la primaria tan amorosa y comprensiva con la cual las clases eran más que interesantes y se pasaban volando; de ese amigo, vecino con el cual compartimos tantas travesuras y momentos alegres en la infancia; de ese almacenero bonachón que siempre nos regalaba caramelos cuando íbamos a comprar algo a su negocio; de ese compañero de trabajo que nunca nos fallaba cuando le pedíamos un favor. Y así uno podría seguir la enumeración.
También entre nosotros, en nuestro sanatorio Dios puso en nuestro camino colaboradores que por uno u otro motivo han sido una luz en nuestro andar cotidiano, con su ejemplo, con sus enseñanzas, con su profesionalidad, con sus palabras de aliento; con su cordialidad…No en primer lugar a causa de la jerarquía del puesto que ocupaban, sino por su servicio desinteresado, por su disponibilidad para dar una mano, por su alegría en el trabajo, por su ayuda ante cualquier necesidad. Son aquellos que nos consolaron en los momentos difíciles, que nos alentaron en las decisiones, que compartieron nuestra vida con la sinceridad de su amistad.
A todos esos colaboradores, en especial los de los primeros tiempos del sanatorio; los reconocidos y los desapercibidos, nuestro sentido homenaje, porque, aunque han partido a la Casa del Padre, sin embargo, siguen viviendo entre nosotros porque han dejado una huella imborrable en la memoria del Mater Dei.
Hna. Mercedes