Vivimos en una época marcada por el cambio constante, especialmente entre los más jóvenes. Nuevas experiencias, estructuras, lenguajes y tecnologías surgen a diario. Y eso está bien. Sin embargo, en medio de esta corriente de transformaciones, muchas veces se deja de lado un aspecto esencial: mirar al pasado para rescatar aquello valioso que nos ha sido legado. Porque la cultura de una sociedad no comienza con la vida de cada individuo, sino que la precede y la trasciende. Existe una historia que debe ser reconocida y valorada.
Esto se vuelve especialmente relevante cuando hablamos de instituciones con trayectoria. Si los cambios que se introducen son demasiado drásticos, pueden diluir la identidad institucional, generando confusión sobre su misión original. Así, se corre el riesgo de convertir la organización en una suerte de híbrido sin rumbo claro. Por eso, es necesario conservar la identidad, incluso en medio de los cambios requeridos para adaptarse a los nuevos tiempos.
El filósofo Jean Guitton, en su obra Silencio sobre lo esencial, lo expresa así: “Una doctrina es verdadera cuando une la variedad y el crecimiento, que son signos de la existencia, con la constancia y la identidad, que son los caracteres de la esencia”.
Progresar implica dialogar con el entorno y adoptar medidas que permitan estar en sintonía con la realidad. Pero ese avance no debe implicar desechar o modificar de forma radical los fundamentos sobre los que fue construida una institución, si es que ésta desea mantener su vigencia a lo largo del tiempo.
En la misma línea, Erich Fromm sostiene en La revolución de la esperanza: “Estoy convencido de que aún el desarrollo más radical debe guardar continuidad con el pasado”.
Incluso Jesús lo expresó en el Evangelio (Mt 5,17): “No piensen que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.” Es decir, no vino a derogar la ley revelada en el Antiguo Testamento, sino a llevarla a su plenitud. La reinterpretó con una mirada innovadora, mostrando que su cumplimiento es camino hacia una realización humana más profunda.
Por eso, más que hacer todo de nuevo ignorando el pasado, es necesario renovar el espíritu, conservar la esencia —ya sea de una institución, un proyecto o una cultura— y dejar que lo nuevo florezca con raíces firmes en la experiencia, los logros y la riqueza de lo vivido.
Eso es precisamente lo que anhelamos al celebrar los 50 años del sanatorio. Muchas de nuestras estructuras se han renovado o están en pleno proceso de transformación. Hemos integrado estrategias innovadoras, nuevos profesionales especializados se han sumado a nuestro equipo, la tecnología ha elevado la calidad de nuestros servicios, y los protocolos actuales garantizan una atención más segura.
Y, sin embargo, algo permanece intacto: la filosofía de nuestro sanatorio, sus valores, su misión de servicio a la salud de la comunidad. Esa esencia sigue siendo la misma que inspiró a las primeras Hermanas de María de Schoenstatt, quienes asumieron el desafío de llevar adelante, con la ayuda y bajo la protección de la Madre de Dios, el Sanatorio Mater Dei. Hoy, esa misión continúa viva gracias al compromiso conjunto con todos los colaboradores que, con profesionalismo y vocación de servicio, comparten y sostienen día a día este legado.